jueves, abril 25, 2024
Opinión

Adiós a un maestro en la sombra. Me estoy envejeciendo

Por: Augusto Aponte Sierra

Este 16 de mayo, murió Rafael Gutiérrez Céspedes.

 

Para muchos es un ser humano desconocido en los mundos sociales del hoy y del ayer.

Para mí, y para todos los vallenatos raizales fue un ser elegante, ilustrado, bohemio, abogado, buen amigo y un compositor de canciones vallenatas.

Su talento viene de las acequias más finas del vallenato tradicional.

Patillal y Valledupar tienen el pedigrí de su riqueza musical y personal.

¿Porque su muerte movió la pluma de mis sentimientos, para escribir estas líneas?

En toda escuela siempre existe un profesor y un alumno en su lógica existencia.

Hay maestros inéditos y hay alumnos desconocidos.

Rafael Gutiérrez fue para mí un maestro en la sombra, que me mostró la línea que venía haciendo escuela en las figuras literarias del nuevo canto vallenato de poesía en las melodías del campo.
Escalona y compañía hicieron muchos claustros, pero Gutiérrez Céspedes, en una sola canción, predijo lo que iba a ser mi vida: la de un anciano bohemio, escritor de su propia historia, que habita en el escondite silencioso de un pellejo que cubre a un alma que vive su nostalgia en tierras cañahuateras.

Aquí les cuento.

Mis años mozos fueron música y libros.

Mi pasión escondida era la poesía vallenata. Su magia me cautivó y le dio sentido a mis momentos de soledad.

Vivir entre poetas nativos era un sueño cotidiano. Era fácil escuchar en cada esquina y en cualquier noche caída del calendario, una parranda con la presencia inédita de un juglar o de un compositor primíparo.

Mi infancia corría allá en los pretiles de los barrios Cañahuate, Novalito y la Plaza Alfonso López. Eran los años de mi niñez, por allá en los tiempos en que nacía el festival vallenato. Yo cumplía mis primeros 10 años de vida.

Era el viejo Valledupar en donde hacer canciones parecía una meta y el salto a la vida adulta. Era un objetivo y una tarea por cumplir. Todo vallenato en su infancia tiene una canción escondida en la clandestinidad de su poesía.

Para mí fue mágico convivir en las calles, con muchos de esos poetas y músicos.

En esos predios de amor, música, poesía y criollismo, vivían muchos cantores que hoy son historia en el vallenato tradicional.

Allí conocí y fui vecino de muchos compositores y músicos de la talla de Rafael Escalona, Santander Duran Escalona, Rafael Gutiérrez Céspedes, Gustavo Gutiérrez, Wicho Sanches, Víctor Camarillo, Álvaro Cabas, Nicolas Maestre, Alonso Fernández Oñate, Diomedes Días y muchos más.

Hoy comprendo que el centro y abrevadero del naciente mundo vallenato, eran las habitaciones del festival vallenato, edificadas en la plaza Mayor.

Es lógico pensar que la vecindad y cotidianidad con las altas cortes del talento vallenato, era un privilegio y daba cierta ventaja en la formación poética y cantora. Además, el estar cerca del mundo que movía los hilos de la competencia y la fama, era convivir con la noticia que sería historia en la historia musical vallenata y colombiana.

Fue en esos años en los que yo sentía, sin saberlo, que la vejez sería la mejor poesía y el mejor escenario para vivir mis dos pasiones: la música vallenata y la Geriatría.

Mi vocación traía contradicciones y conflictos en sus expresiones. Una parte de mi corazón quería la bohemia escrita, ejecutada y vivida. La otra parte amaba los libros y a esa ciencia que acaricia sufriendo la vida y la enfermedad del ser humano.

Hoy que falleció el autor de la canción que encierra muchos de los mensajes que mi vida tiene, quiero dejar un pequeño, pero sincero homenaje a quien en una sola canción expresó lo que hoy es el deseo vida, para muchas personas mayores.
Hoy también canto sin melodía, pero con letras de orgullo, porque la Geriatría unió para mí felicidad esos mundos. El mundo médico, el de la persona mayor que hoy vive en mis años calendario y el del ciudadano que es feliz en el mundo folclórico vallenato.

Hoy ejerzo esas dos profesiones: la Geriatría y la vallenatía en todas sus expresiones posibles.

Esta mañana la noticia que llegó a mis oídos fue que había muerto Rafael Gutiérrez Céspedes, el padre, el hijo, el profesional y el amigo de mi familia, pero también llegó a mis recuerdos juveniles su poesía con la intimidad de un pasado lleno de amor con parrandas barranquilleras y del hoy, cuando en un amor histérico, las mujeres vallenatas, friegan cuando estamos con ellas y friegan cuando no lo estamos. Estas verdades las escuche en la soledad de mi alcoba con esas canciones de su autoría, llamadas “La fregona” y “Dime porqué”.

Él murió cumpliendo su deseo, se confesó para morir en paz y dejo un testamento leído y cantado por Armando G. Moscote cuando en su lirica dijo:

«Como ya me estoy envejeciendo, quiero confesarme para morir en paz…
A San Juan le dejo todo mi recuerdo y un cariño inmenso a Patillal…
y mis canciones bohemias, las dejo al Guatapurí…
Pa´ que se acuerden de mí los trovadores del pueblo.
A las mujeres que me quisieron dejo mi guitarra y mi loca inspiración
Y mi alma colgada en el balcón del Valledupar de mis abuelos».

Finalizando Gutiérrez Céspedes, en su melodía con las letras dice :

-Adiós juventud querida, que lejos te has ido ya.

Ahí sentí la realidad de muchos presentes, y que la muerte del poeta muchas veces es inédita, y otras, sentida como las letras de sus poemas.

Rafael Gutiérrez sabrá de alguna forma que yo, un cantor inédito, sin ser “Un trovador del pueblo” fui al Guatapurí a recoger sus canciones sentidas, para darle fama «al balcón de mis abuelos», en el viejo Valledupar.

Paz en la tumba del Dr. Rafael Gutiérrez Céspedes, vecino y amigo de mi familia.

Para sus hijos y toda su parentela, un sentimiento de pesar y admiración por su vida y obra inmaterial.

Un abrazo.

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