jueves, marzo 28, 2024
Crónicas

La eterna máquina de escribir de Consuelo Araujonoguera

La eterna máquina de escribir de Consuelo Araujonoguera le regaló millones de letras, porque ella al presionar las teclas con todo el amor del mundo, al cabo de los minutos o las horas dejaba plasmado en una hoja su pensamiento cultural, folclórico, político, social o cívico. Escribir para ella era un acto sagrado, y el invitado de honor era el silencio. Nada de ruidos.

Escribía sin descanso hasta que concretaba las ideas, cuyos apuntes los tenía en hojas que llenaba de letras. Acostumbraba a subrayar, para que llegaran primero al meterse el teclado. Era maniática del reciclaje de papeles, es así como las hojas las llenaba por ambos lados, y su consigna era “antes de que se acaben”.

La Carta Vallenata

Durante muchos años, su primera máquina de escribir marca Remington fue una compañera permanente, y en ella nacieron libros, crónicas, entrevistas, documentos y principalmente, su columna ‘La Carta Vallenata’ en el periódico El Espectador, la que escribió durante 22 años. Precisamente, al fallecer el periodista Gabriel Cano, en su columna del 24 de febrero de 1981 escribió: “Aquí estoy ante mi vieja máquina con un nudo en la garganta, y los ojos llenos de lágrimas tratando de encontrar las letras. Intentando, más que cazar letras que siguen ahí borrosas bajo los dedos, hallar las palabras, las frases precisas que puedan servirme para decirles a todos en esa forma convencional y práctica en que debemos escribir cuando lo hacemos para los lectores, lo que siento y lo que creo de las enseñanzas que nos deja don Gabriel Cano”.

Desde esa vieja máquina de escribir que hoy se expone en la Tienda Compai Chipuco de la Plaza Alfonso López de Valledupar, salieron sus obras ‘Vallenatología’, ‘Escalona, el hombre y el mito’, ‘Lexicón del Valle de Upar’, y algunas obras inéditas como ‘En la casa de Alto Pino’, ‘Leyendas en clave de sol’ y ‘Romancero Vallenato’.

Bases del Festival

Muchas horas de desvelo le tomaron a Consuelo Araujonoguera para darle forma a los reglamentos de los concursos del Festival de la Leyenda Vallenata. Hilvanando ideas, llenándose de requisitos y acudiendo a sus investigaciones, sacó a la luz pública ese documento que es la guía que marca las bases del máximo evento de acordeones cantos y versos de Colombia.

Ella muy bien lo expresó: “Yo parí el Festival”. Efectivamente, así fue cuando contaba con 27 años. Y una mamá que parió un hijo que ya casi llega a los 51 años, se vuelve grande en el concierto del corazón del alma y más cuando ese nacimiento, como ningún otro, todavía es celebrado y aplaudido desde distintos lugares del mundo.

En medio de los recuerdos impregnados de música de acordeón, caja y guacharaca, arropados con amplias polleras estampadas con flores menudas, bongos, pilones y toda la parafernalia de esta expresiva manifestación folclórica, se le suma que al lado de Cecilia ‘La Polla’ Monsalvo, hace 38 años, rescataron la danza de El Pilón Vallenato, metiéndola de lleno a la inauguración del Festival  de la Leyenda Vallenata. De esta manera, por las calles de Valledupar se desplazan a finales del mes de abril más de 150 grupos de piloneras en las categorías infantil, juvenil y mayores.

Del burro al Internet

Consuelo Araujonoguera, unos meses antes de despedirse de la vida, avizoró el cambio que se avecinaba con la tecnología, pasando del burro en los que andaban nuestros juglares, al Internet que se desplaza en segundos por todo el mundo.

Sobre el tema, ‘La Cacica’ escribió la crónica ‘Del burro al Internet’, cuyos apartes señalan: “Tendrán entonces nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos el privilegio de sólo hundir un botón en sus sofisticados computadores para enseñarle a un auditorio absorto que sí fue verdad que existió un hombre mítico llamado Rafael Escalona, que le construyó una casa sin cimientos sostenida en el aire por millares de ángeles diminutos a su primogénita; y que para que la segunda de sus hijas no se sintiera menos, hizo brotar para ella un manantial en lo más alto de la serranía y se lo adornó con un conjunto de sirenas que tenían como misión pechicharla con sus cantos. Y mientras van sacando de las tripas de las máquinas -que habrán sustituido en mucho a las personas- datos, fotos, voces, gestos, palabras, compases, alegrías y tristezas… les hablarán de un maestro llamado Adolfo Pacheco, que de un trasteo a Barranquilla de su padre anciano acogotado por las penas y el desconsuelo, hizo un romance de amor filial y una alabanza certera a la vida provinciana cuando advirtió:

A mi pueblo no lo llego a cambiar ni  por un imperio,
yo vivo mejor llevando siempre vida tranquila.
Parece que Dios con el dedo oculto de su misterio,
señalando viene por el camino de la partida.

Les contarán que fue Emiliano Zuleta, el más grande de una dinastía que comenzó a principios del siglo XX, y se prolonga increíblemente mucho más allá del tiempo posible, no sólo por su sempiterna fertilidad genética, sino por la persistencia de una gota fría que sigue calando y penetrando más allá de nuestras fronteras… Les dirán también a sus bisnietos que en un viejo palenque enclavado en tierras cesarenses a orillas del río Guatapurí, existió un pequeño gran hombre llamado Lorenzo Morales, que en noches de luna llena, abrazando su acordeón, le mandaba recados groseros a su eterno rival villanuevero.

Se referirán, con un hilo de nostalgia, a Tobías Enrique Pumarejo, el aristocrático alumno vallenato de las aulas antioqueñas que mandó a la quinta porra sus estudios en Medellín, porque ya no tenía pañuelos para aguantar las lágrimas y una tarde apareció en las sabanas del Diluvio sobre la estampa gallarda de un caballo alazán, compañero y alcahuete de sus citas, que murió bajo una mata de trinitaria llevándose el secreto de sus amores y amoríos”.

El paso al computador

En el año 2000, una joven entró como secretaria de Consuelo Araujonoguera. Se trataba de Lourdes Ibama Ramírez Medina. Ella, cuenta que cuando en la oficina se compró el primer computador, y por ende había que dejar a un lado la máquina de escribir, ‘La Cacica’ pronunció una frase que fue el mayor estímulo para el cambio brusco de ese momento: “A uno no le puede quedar grande nada. Tiene que aprender de todo”.

…Y en verdad, se sigue aprendiendo de todo porque el mundo avanza, pero el recuerdo de ‘La Cacica’ sigue intacto y escribiéndose ahora sobre el teclado de un computador o de un acordeón, que casi es lo mismo, por el sonido de un vallenato. Muy bien lo cantó ‘El Cacique de La Junta’, Diomedes Díaz:

Le voy a cantar a un alma que está en el cielo
pa’ que el alma de nosotros aquí en el pueblo,
suspire solo un ratico desde ese día
oscuro día que murió Consuelo.

 Las nubes que van pasando me traen recuerdos
por eso cantando lloro al mirar pa’ rriba,
porque así como esas nubes se fue Consuelo
y allá entre nubes quedó su vida…

Por Juan Rincón Vanegas
@juanrinconv

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