Opinión

Una tardecita en Río Seco

Por: Augusto Aponte

Hice estas líneas acoquinado por el calor más agreste que, en la historia de la zona tórrida, se haya podido percibir.

Las escribí sudando bajo la luz de un sol que incendiaba hasta la mirada más fría de una mujer desalmada.

Motivado por el bochorno que se cocina en el infierno de los días vallenatos, salí a buscar un milagro en las aguas del río Badillo. En mi viaje fui atrapado por el antojo natural que trae una cerveza fría, esas que al entrar en la garganta duelen en la frente, sacando lágrimas de alegría con su gasificada frescura.

La fama del frio en sus aguas y el sabor del chivo asado que habita en la rivera de los ríos que bajan de la sierra, fue el menú que eligió el antojo para apagar el incendio que había en toda la zona de Río Seco. Ese es el nombre de una región que hace honor a la aridez de sus tierras y a un río de escaso caudal.

Esta olla hídrica y cultural, está á ubicada en las faldas de los cerros que hacen linderos en histórica región de Badillo, y las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta. Es la Mesopotamia más fértil de todos los municipios del norte vallenato.

Viajando entre tunas, cardones, puys y cañahuates, el calor pintaba las delicias del paisaje. Mientras tanto yo dibujaba en cada una de las curvas de la hermosa carretera, el menú de un caprino asado, y su maridaje natural que hacía agua en el rumor de mi apetito y en una angustiosa sensación de sed.

Desde mis labios hasta el último milímetro de mis rugientes intestinos, la sensación de hambre se hizo popular en la hora que el reloj marcaba 30 minutos después de la 1 p.m. El desayuno se había envolatado entre los preparativos del viaje.

Muy cerca al puente sobre Rio Seco, el humo hacía nubes en el ambiente y en las luces de un carro de bomberos, que atravesado se acordonaba en la carretera que conduce a las hermosas playas del Río Badillo a la altura de la Vega arriba y el hermoso balneario de La Mina.

Ese fue el amargo paisaje que completó el escándalo en mi voraz apetito.

Entonces, triste y sin hacer preguntas, agarré mi hambre con la firme decisión de cocinar un desquite, en otros montes Badillenses.

Salí disparado de aquel lugar tan seco, como el río que hoy bautiza a mis letras.

Así, entre hambre y enojo, decidí buscar una cerveza, para calmar la angustiosa sensación de sed y frustración.

Como es habitual, en todo pueblo que haga parte de la ruralidad folclórica vallenata, tiene una tienda y una mesa para jugar billar. El caserío asentado en la rivera del Río Seco no podía ser la excepción.
Me acerqué a una solitaria tienda llamada
» Los recuerdos de ella», ubicada estratégicamente en las barbas de aquel solitario billar en donde un «picó» sonaba con Choya e ironía. En el canto de sus dos parlantes se escuchaba una sabrosa canción en la que Diomedes Diaz decía:

-«Voy a montá una tendencia pa’ vendé cerveza», y después el mismo desgañotado aparato, tiró al aire otra canción, como para completar la ironía en su realismo mágico: era una obra de Julio Baldeblánquez llamada, ‘Río seco’.

Entonces ya no había dudas: el pueblo en su magia folclórica, cantaba orgulloso las letras de su nombre y le hacía propaganda a su mejor producto: la cerveza.

Al llegar al popular quiosco, saludé y pedí, además de una cerveza, algo de comer. Pedí queso: no había, pedí pan: no había, pedí mecatos: no había, pedí un chicle: no había, entonces me acordé de un cuento que escuché del Quinqui Molina.

El Quinqui fue un personaje folclórico muy querido por todos los vallenatos.

Cuenta la semblanza de Efraín José Molina Pimienta, que él habría llegado a Valledupar al cumplir los 11 años de edad. La historia del viaje que cambió su vida, se inició cuando salió de Riohacha (la Guajira) en donde nació un 26 de julio de 1930, para llegar hasta la casa de una tía materna, y así disfrutar de unas largas vacaciones en la ciudad de los Santos Reyes.

Pero él se quedó para siempre. Jamás volvió a su natal Riohacha.

Murió en el Valledupar de sus amores, un 23 de mayo de 2014.

Él amaba a estas tierras por ser parte de sus raíces familiares, folclóricas y culturales. Fue respetado por su familia: los Molina; los mismos del Cocha, de Fredy, de Pavajeau y de toda esa dinastía que, con fama y aprecio, hacen parte de la historia servida en la olla del rio Guatapurí.

Según la escritura de la lengua castellana, no existe un significado justo y adecuado para hacer referencia a su famoso “alias”. Porque en la jerga coloquial del idioma español, el remoquete “Quinqui” significa ¨persona de origen marginal, que vive de cometer pequeños actos delictivos¨.

Quienes lo conocimos, ni las letras ni su significado, describen la nobleza y el corazón del gran ser humano que fue Efraín José Molina.

Era diáfano, pulcro, lleno de virtudes, en donde la bondad siempre fue su mejor epíteto, además de ser cultor y portador de la picardía que identifica a la tradición oral vallenata. Era un mamagallista de fino estilo, que se bandeaba entre lo ácido y criollo. Fue un excelente guitarrista y cantante. Integró el grupo musical más famoso en esos tiempos: El trio Malanga.

Entonces como dicen los jóvenes de hoy: —nada que ver— con ese “Quinqui” de la jerga española y nuestro Quinqui.

Este personaje es el mismo que se adueñó del criollismo en mi relato, por aquellos años de tertulias y parrandas en casa de la inolvidable Carmen Montero, la mamá de Lilyan, Katia y Romoca. Allí escuché un cuento en la voz de Katia, en una noche de tertulia criolla, llena de magia y sabor campesino.

Decía Katia Montero con su voz picara y dulzona, que un día cualquiera para un verano decembrino, cuando el sol encendía la luz de la mañana, el Quinqui paseaba su amanecido y descuadernado cuerpo, por el agreste caserío de Rio seco.

En su rutinaria bohemia, él siempre salía a visitar y compartir los estragos de su trasnochada embriaguez, llevando a cuesta una pernicia que escondida en un verbo enredao y malgeniado.

Lo hacía respetando sardineles y piedras montado en su clásica bicicleta. Ese vehículo parecía que cuando él estaba borracho se conducía sola. Los efectos del alcohol, a nuestro personaje le daban más cordura y prudencia, que la lucidez de un humor desprolijo e irreverente.

Esa mañana, la sed y el hambre, decoraban su humanidad en una ruralidad atropellada por la resaca, y los estragos de un guayabo trifásico. El alcohol, el sueño y el hambre, cantaban en trio una súplica por un desayuno típico. Buscando un guiso de chivo con yuca Badillera, la inclemencia de un sol picante, lo hizo cambiar de antojo. Pero Efraín José, nunca pudo encontrar su anhelado manjar. En aquel hambriento peregrinaje, el Quinqui llegó hasta una tienda de víveres, que, en un estado precario y destartalado, hizo más trágica el efecto del hambre en su amanecida humanidad.

Allí en el patio, debajo de un frondoso árbol de Mamon Cotoprix, estaba un muchacho acostado en una hamaca de lona y curricán.

El Quinqui golpeó la ventana y preguntó: “Quien atiende este negocio?” El muchacho brincó desde la hamaca y respondiendo gritó: “¡yo! … ¿y que busca, amigo?”. El Quinqui le respondió con una pregunta: ¿hay cerveza? -El muchacho bostezando contestó: – No hay.

Molina continuó preguntando: ¿Hay queso? ”No hay” —dijo el muchacho.

Pálido por el hambre, insistió:

¿hay pan? Tampoco —dijo nuevamente el tendero.

A punto de padecer un síncope de hambre y cólera, reformuló su pregunta diciendo: ¿y panela? ¡Menos! —respondió el joven rascándose la cabeza.

Desesperado, el Quinqui terminó su interrogatorio diciendo: “Bueno, ¿y cómo se llama esta tienda? El muchacho sonriendo y mirando al cielo con ingenio y picardía, le contestó: “Mi mama que le mande”

Aterrizando mi sonriente recuerdo, volví a la realidad que me trajo a Río seco.

Entonces me dispuse a regresar con el alma llena de recuerdos y el estómago vacío a un Valledupar caliente.

En mi regreso, con el hambre en pausa, pensé en la crisis que campea en la economía de los pueblos Colombianos,
en donde «el fiao» es un estilo de vida y una tabla de salvación, para el hambre y sus tragedias.

También pensé en el diagnóstico financiero

que mostrará como principal culpable al famoso “fiao”, en la quiebra de muchos tenderos Colombianos.

La costumbre de ese ancestral crédito, está amparado en la amistad, la confianza y el honor. En donde la frase más usada y confiable para entregar el producto en el crédito del «fiao», es el famoso: «Mi mamá que le mande». Esa frase ablanda y afloja cualquier resabio en un tendero desconfiado.

En los tiempos del Quinqui, las tarjetas de crédito eran cuadernos, libretas, cartones y hasta las paredes que en su silencio verbal escondían detrás de las ventanas, el misterioso listado de ilustres y hasta apreciados morosos.

El reporte en las centrales de riesgos para “los picaros y malas pagas”, era un chisme y “un secreto a voces” que en el pueblo se filtraba “sin querer queriendo”.

Bueno, finalmente, yo quedé satisfecho con el antojo de una cerveza helada, allá en «los recuerdos de ella»…y sin la triste amargura del fiao. Les recomiendo llegar billete en efectivo porque en la entrada de la tienda hay un letrero que dice: «El que fiaba se murió».

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *