viernes, abril 19, 2024
Opinión

Marcelino Pinto, el pintor de mi bohemia

Por: Augusto Aponte Sierra

Hay artistas que pintan con el talento de una vida normal y con el arte del buen vivir.

Por eso en el mundo de la parranda y la bohemia, siempre existirá una justificación para las ganas de beber amistad y de compartir los recuerdos más jugosos de nuestra vida pueblerina.

Hoy motiva mis recuerdos, esa tradición que nunca es percibida en lo implícito de la bohemia, la misma que hizo eterna la vivencia de aquellas parrandas que no eran parrandas si sus madrugadas no eran atropelladas por el canto destemplado de un borracho pernicioso y buena gente, como Marcelino Pinto, al que todos le decíamos sin saber por qué: “el Yinyer”.

Por eso la narrativa que interpreta a esos tiempos, se remonta a la bohemia de aquel Valledupar acurrucado en sus barrios, en donde las calles eran como pequeñas naciones de humor, música y tradición.

Los pedregales de sus veredas y sardineles eran como pequeños pueblos dentro de un pueblo, en donde el vallenato oriundo «de la región de la plaza Mayor», crecía bajo las normas de sus tradiciones y de su sociología parroquial.

Eran la época de los barrios más tradicionales del viejo Valledupar, como El centro, El Cerezo, Cañahuate, La Guajira, El Carmen, La garita, El obrero, La granja, Gaitán y Loperena. Ya habían nacido el San Joaquín, Las Tablitas (hoy, 1º de Mayo) y algunas invasiones de las que hoy conforman las diferentes comunas de este Valledupar, que ya no es de calles, ni de barrios, porque ahora es de conjuntos residenciales, edificios y casa campos.

El homenaje que mi memoria le entrega a esos barrios va con el adiós terrenal para ese personaje que fue emblema de la pernicia en todos los amaneceres, en la paz de aquellas parrandas por las calles de su barrio natal… Las flores, y la vecindad del Cañahuate y La Guajira.

En esos barrios convivía la generación de las interminables parrandas de 4 días y 5 noches más, en donde se cumplía con la disciplina de las costumbres de pueblo, y con el cronograma para el ‘desenguayabe’ en el río Guatapurí, con sus inolvidables pozos: El Triángulo y el pozo de los Caballos.

La brisa dominguera en la avenida cuarta era bañada por el olor a monte y Bocachico, en donde las frías aguas de la acequia La Canoa, hablaban del olor a leche y sancocho, en donde las sombras de sus peruétanos y algarrobillos, las convertían en paseos y días de campo.

La alquimia del sancocho, la música, el gorreo y algunas «muñequeras», era el cierre de todos sus fundingues.

En esos tiempos el «Chirrinche», se mostraba como una de las bebidas preferidas para el «Yinyer» y su entorno. Ese licor era un manjar de pocos Dioses, pero hoy, ya subido de estrato, logró consolidar una marca muy reconocida en la región de Badillo y la Sierra Nevada, haciendo capital productora a la población de Atanquez, la tierra del alfandoque y de San Isidro Labrador. La bebida en mención adquirió el famoso sello de «Churro», o en «cuerpo ajeno», cuando el artesanal licor, mezclado con finas hierbas, se envasa en botellas de bebidas escocesas.

El homenajeado personaje dejó una escuela y un legado bien representado. Se trata de su mejor alumno: «El pica» Díaz.

Marcelino, el famoso «Yinyer», se fue de este mundo hace pocas horas y ya dejó un vacío en todos los amaneceres de su barrio Las flores en donde era el rey de la pernicia mañanera. Su adiós dejo huérfanos y sin tropel a la música amanecida, a los callejones de Casto Socarras y Majoma. Si, porque Marcelino fue la figura más emblemática de la bohemia chirrinchera del barrio la «Mala palabra».

La semblanza del «Yinyer” es facilita y sencilla, como fue su vida. Él fue descomplicado, peleonero, y con un arte en el que hoy existe tanta historia y disparates, como para escribir un libro.
Si, porque Marcelino fue un gran pintor.
Y no quedó un solo portón que no haya sentido el rigor de sus borracheras ni una pared que no supiera de su talento manual y etílico.

Él vivía al lado de su colega de brocha y pincel, el famoso Jacinto «Chicho Ruiz». Quien fue un ecuatoriano adoptado por Valledupar y la Sierra Nevada de santa Marta. Chicho, fue quizás el artista que más vida le dio al mundo Arhuaco y a su sierra.

Sus trazos finos y llenos de arte hablaban con extraordinario talento de la figura ancestral que dejaba atrapada en el rostro dibujado de nuestros hermanos mayores, en la salvaje belleza de la Sierra; esa mole fantástica que nos dio el clima con la idiosincrasia, para ser el primer Mediterráneo del Caribe colombiano.

A los dos los separaba una pared en sus viviendas, pero muchos kilómetros en su arte.

Uno fue un genio del arte indigenista, con plumilla y tinta china, y el otro, un malgeniado de la pintura epóxica, que hizo noble el arte de la albañilería.

Marcelino Pinto en su vecindad, lejos de las artes plásticas, pero muy cerca de la pintura, aprendió a manejar con mucho talento el instrumento de la brocha.

Su genialidad estaba en la charla chabacana, y en esa mamadera de gallo, propia del necio amanecido. Él mientras pintaba bebía y mientras bebía pintaba.

Nunca sabíamos si lo hacía mejor sobrio o borracho.

También tuvo su maestro en el arte de la pintura arquitectónica, como fue Donaldo Molina, otro personaje del país cañahuatero y Guajiro. En su escuela también se hicieron pintores los “Pica” Diaz, “Los Chava” con Morty y David, como sus más grandes exponentes.

Hoy todos ellos son legendarios artesanos del rebusque, en la vida sana y en la bohemia del Barrio «Altos de La Guajira», allá en los límites con El Novalito.

Mi pequeño, pero sincero homenaje es para Marcelino Pinto, el pintor que dibujo con su brocha gorda, a la parte más criolla de mi bohemia. El también pintó con pernicia y zafarranchos, la impronta de sus malos tragos, en el mundo parrandero de aquel barrio de siempre.

Paz en el descanso eterno para mi viejo amigo, «El Yinyer», el hijo de María Pinto, al que yo despido un mes de mayo para el año de la pandemia, en su barrio las flores, para quedarse a vivir en la melancolía de todos los amigos que ya no están en la lidia del buen vivir, acá en la tierra que nos vio nacer.

Valledupar mayo de 2021. 

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