Germán Santamaría, el periodista que mostró al mundo la agonía de Omaira Sánchez, pero se negó a verla morir

La tragedia de Armero, ese fatídico 13 de noviembre de 1985, no fue solo una estadística de 23.000 vidas perdidas; fue la suma de miles de historias inconclusas, encapsuladas en la figura inolvidable de una niña de 13 años: Omaira Sánchez.
El periodista Germán Santamaría, un hombre curtido en guerras y desastres, se encontró con el dolor más puro e íntimo de su carrera. Él, que conocía los pueblos cafeteros y vibrantes del Tolima, vio cómo la vida de Armero se extinguía bajo el lodo. Su llegada a la zona fue un choque de realidades: cuerpos desnudos emergiendo del barro, gente que solo podía clamar auxilio. Era el infierno terrenal.
El Corazón Atrapado
El encuentro con Omaira, dos días después de la avalancha, fue el epicentro de la conmoción. Ahí estaba ella, una niña, con la mitad de su cuerpo atrapado por los escombros de lo que fue su hogar, el agua helada cubriéndole el pecho.
Santamaría, como un padre o un hermano mayor, sintió que cualquier pregunta era una «canallada». No hubo lugar para la frialdad del reportaje. Solo se atrevió a preguntar su nombre: Omaira Sánchez. Ese simple acto de nombrar a la niña fue un reconocimiento a su humanidad en medio de la desolación.
Durante horas, el periodista fue testigo de una lucha imposible. Ver a los socorristas pedir una motobomba, buscando un milagro logístico, era la metáfora perfecta de la impotencia humana frente a la fuerza implacable de la naturaleza. Era, como él mismo dijo, «intentar vaciar el mar».
El Periodismo del Alma
El gesto de viajar a Bogotá, de mover cielo y tierra (e incluso al subdirector Juan Manuel Santos) para conseguir la motobomba, no fue un acto de reportería; fue un acto de fe desesperada en la salvación.
Pero la vida, a veces, es cruelmente inevitable. Cuando Santamaría regresó, la fragilidad de Omaira era evidente. El momento en que el médico le confirmó la verdad —»Se va a morir»— partió el alma del cronista. Su decisión de apartarse —»No quiero verla morir»— fue un acto de piedad, un intento de protegerse a sí mismo de una imagen que lo perseguiría por siempre, y a la vez, una rendición ante el destino.
Cuando Omaira finalmente expiró, frente a los ojos impotentes del mundo, Santamaría y el fotógrafo Carlos Caicedo la cubrieron con piedras. No era solo un cuerpo que cubrían, era el final de una historia de valentía silenciosa. «Lloramos los dos. Fue el periodismo más duro que he hecho en mi vida», confesó.
La Herida que Cura
La crónica que Santamaría publicó en El Tiempo fue un grito que el mundo escuchó. No fue un simple informe; fue un testimonio que transformó el dolor de una niña en un símbolo universal de la resistencia humana y la fe inquebrantable.
Cuarenta años después, el recuerdo de Omaira sigue latente. Pero la huella más profunda la lleva Santamaría, quien no lloró en el barro, sino en la intimidad de su hogar, viendo dormir a su propia hija de edad similar.
«Me quité la ropa cubierta de barro y sangre, y lloré al verla dormir», recordó.
Ese llanto, esa conexión íntima con su paternidad, revela que el gran cronista nunca se sintió un mero observador. Fue un padre, un testigo y un doliente más en la tragedia. La historia de Omaira Sánchez no solo definió el periodismo de Germán Santamaría, sino que transformó su corazón para siempre.

