Obras son amores, no palabras que hieren
Me mezo en la hamaca grande de mi alma, entre dos estaciones que son mi refugio y mi lienzo: Choachí, donde las montañas de Cundinamarca susurran secretos de niebla, y Valledupar, donde el Valle de Upar canta con la voz del río Guatapurí. Mis talleres, como cuevas de loba, guardan los latidos de mis ancestros: los de mi padre, nacido en González y tocado por las brisas de Santa Marta y el amor que lo ancló en el Valle de Upar; los de mi madre, arraigados en Valledupar, en la tierra sagrada de Patillal y Pueblo Bello, donde la memoria de sus ancestros enclavados en la Sierra Nevada respira en cada piedra. En estas estaciones, mi arte vibra como la Estación de los Lobeznos que late en mi corazón. Mis trazos y trazas se hacen obras, unas veces diseños, otras veces pinturas que se hacen trocitos de colores que forran los palmos de los muros y pisos como pentagramas que son un canto a la tierra. Desde ellas miro a Colombia, esta tierra que amo, pero que se desgarra en palabras que hieren. Hoy, mi voz no pinta: escribe.
En el mercado de voces que es nuestra nación, dos nombres resuenan como tambores: Gustavo Petro y Álvaro Uribe. Son colores opuestos en el lienzo de nuestra historia. Petro, con su paleta de justicia social, pinta los sueños de los olvidados, los que buscan un lugar en el sol. Uribe, con su trazo firme, dibujó un país donde la seguridad fue el cimiento para quienes temían el caos. Pero en las redes, en X, donde las palabras vuelan como vientos huracanados, he visto cómo las críticas se tornan dagas. Se dice que Petro “compra elecciones” o que su “paz total” es un lienzo roto por la violencia. Se acusa a Uribe de ser el titiritero de un país en llamas. Estas palabras no son pinceladas de luz: son sombras que nos dividen. La destrucción de la valía y el ser de estos líderes, con sus virtudes y errores, para lo único que servirá es para ahondar más una división que siembra miedo y zozobra. ¿Cómo puede un país progresar cuando se cultiva el miedo, generador de todas las emociones exacerbadas—odio, ira, venganza—y no se ve el amor como cultivo?
Mis trazos y trazas, que se hacen trocitos de colores en muros y pisos, son un canto a la tierra. En Macondo, música y leyenda, los colores del Valle de Upar—el acordeón, la caja, la guacharaca, la serranía, el sol tropical—se funden con líneas geométricas que susurran los códigos de nuestros ancestros. No es una huida de la realidad, sino un abrazo a ella. Así debe ser nuestra mirada hacia Petro y Uribe. Critiquemos sus trazos, sí: las reformas de Petro que tropiezan en un país herido, la seguridad de Uribe que dejó cicatrices. Pero no neguemos su intento de pintar un futuro. Cada uno, a su manera, ha querido ser un juglar de esta tierra.
En mis talleres, entre Choachí y Valledupar, he aprendido que el respeto no es rendirse: es reconocer que el otro es parte del mismo paisaje. Criticar no es destruir; es señalar el camino hacia la poesía. Pero cuando la crítica se vuelve insulto, el cuadro se quiebra. Petro no es solo “odio de clases”, ni Uribe, una “máquina asesina”. Son hombres que han intentado responder al latido de una Colombia que sangra y sueña, desde los desiertos de Punta Gallinas hasta el Santuario de Nuestra Señora de Las Lajas.
El desarrollo no nace en el lienzo roto de la discordia. No crece cuando borramos al otro, en lugar de sumar colores a su obra. Petro sueña con una Colombia donde los pobres tengan voz; Uribe, con una donde el orden permita florecer. ¿No son ambos deseos parte del mismo cuadro? El progreso es una sinfonía vallenata: necesita el acordeón de la justicia, la caja de la seguridad, la guacharaca del respeto. Pero mientras gritemos en lugar de escuchar, nuestro lienzo seguirá siendo un borrador, teñido por el miedo que nos paraliza.
Sé que el viento no elige bandos: acaricia a todos por igual. Critiquemos con la grandeza de quien pinta con amor, no con veneno. Respetemos, no porque estemos de acuerdo, sino porque en el respeto hallamos la fuerza para sanar. Colombia no necesita más palabras que la hieran, sino manos que la tejan, desde La Punta de la Guajira hasta la Punta del Amazonas. Como solía enfatizar mi abuela patillalera: Obras son amores y no buenas razones. Que nuestras voces sean pinceladas de esperanza, que el respeto sea el cimiento de un país que pinte su progreso con los colores de todos.
Yarime Lobo Baute, meciendo el alma en la hamaca grande, entre La Ventana de la Luna y La Maternal, Centenaria y Bravía, con los ojos en el infinito y el corazón en ese árbol llamado Macondo que emula el árbol de la vida misma.
Por Yarime Lobo Baute