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Opinión

Monumentomanía

Por: Luís Orozco Córdoba

Desde la prehistoria del género humano, cuando cobró conciencia de la fugacidad de su paso por la tierra, quiso el hombre con una combinación de arte y de ingenio eternizarse en obras imperecederas, quizá fueron las primeras creaciones de este tipo los monumentos megalíticos de Stonegenge en Bretaña y las pinturas rupestres de la Cuevas de Altamira en Cantabria. De este propósito de trascender para la historia surgieron la arquitectura faraónica de las pirámides, las esculturas griegas y romanas, las construcciones colosales en todo el mundo, unas en perfecto estado de conservación, otras cuyas ruinas dan cuenta aún de la grandeza de hombres y de culturas de otros tiempos.

El levantamiento y la consagración de monumentos honoríficos en aquellas épocas pretéritas tenían carácter oficial, eran ordenadas o decretadas por quienes tenían la facultad y la autoridad para hacerlo: los faraones, los reyes, los emperadores, el senado romano; en nuestros tiempos republicanos esa facultad le cabe -o debería caberle- a los cuerpos de representación popular y a las autoridades administrativas.

El mundo está sembrado de estatuas y monumentos que honran la memoria de hombres y mujeres que fueron grandes protagonistas de la historia, de altos personajes de la vida pública, de las artes, de las religiones y de la Iglesia, se cuentan por miles las obras que eternizan vidas y gestas heróicas, mitos y leyendas y todo cuanto las sociedades estiman con mérito para conservarse en la memoria colectiva como paradigmas de vida.

Es de tanta importancia cultural e histórica esto de los monumentos honoríficos y de las construcciones identificatorias de las civilizaciones que en el mundo han sido que ha dado lugar al nacimiento de una nueva disciplina académica en el campo de las artes: Doctorado en Arte para Espacios Públicos, Regeneración Urbana y Monumentología.

Valledupar ha entrado en una carrera desenfrenada de ereccción de obras y esculturas que honran la memoria de personajes ilustres unos, y no tan ilustres otros. De las dos únicas piezas escultóricas que tenía la ciudad de finales de los años cincuenta del siglo pasado – un busto de Alfonso López Pumarejo en la Plaza rebautizada con su nombre y una representación en homenaje a las madres frente al Cementerio Central- ha pasado a casi una treintena de obras conmemorativas y honoríficas, de estas la última, la Casa en el aire, se erige violentando el entorno como una mole informe carente de arte y de ingenio que en nada evoca la obra del inmortal y más grande de todos los compositores vallenatos. Es de tal magnitud el adefesio llamado a convertirse en un monumento a la estulticia y a la extravagancia que se requiere convertirlo en una necesidad urgente de regeneración urbana.

Los especialistas, no los áulicos, tienen la palabra.

 

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