Las Venas Abiertas del Gasto Público
Por: Luís Orozco Córdoba
El gasto público, signado de clientelismo y corrupción, desangra a Colombia, la hace un país de improvisaciones, de empresas inútiles y de elefantes de todos los colores que la amarran indefectiblemente al atraso y a la pobreza. La primera puñalada directa al corazón, a las arterias coronarias, se da en el congreso nacional donde al lado de unos pocos parlamentarios probos pululan decenas de personajes tibios e intrascendentes y de avezados cocodrilos que nadan en todas las aguas y cuya voracidad insaciable se nutre de dietas y canonjías, de tráfico de influencias, de contratos direccionados, de partipaciones y tajadas en las partidas presupuestales que gestionan, en especial de los llamados cupos indicativos -definidos por la Corte Constitucional como “recursos asignados en el presupuesto, en cabeza de congresistas, para el para el desarrollo regional y ejecución de proyectos que persigan la realización de los fines del Estado” (Sentencia C-1168/2001)- pero en realidad meros sustitutos disfrazados de los auxilios parlamentarios de otros tiempos que hoy con un nuevo nombre y un distinto procedimiento cumplen la misma función perversa, los cuales constituyen un “factor de perturbación de la racionalidad del gasto y de las costumbres políticas” como quedó dicho en el salvamento de voto de la traida Sentencia C-1168/2001.
Pero la sangría no se detiene allí, baja al resto del cuerpo estatal, a los niveles de los entes territoriales en lo cuales además de las taras ya advertidas de clientelismo y corrupción se les suma el delirio faraónico de gobernantes seccionales -una especie de síndrome de Keops- quienes con violación de principios elementales de la contratación pública emprenden obras de alto costo, incluidas las coimas, innecesarias, suntuosas y contrarias las necesidades y prioridades de las comunidades que los eligieron, en el afán megalómano de escribir con la tinta indeleble del despilfarro su paso por la administración pública, el cual en sus ensueños megalómanos consideran de gran significación histórica. A consecuencia de estos manejos corruptos combinados con delirantes sueños de grandeza vemos al país plagado de cientos de obras -terminadas o inconclusas- como monumentos colosales a lo inane, a lo trivial, a lo insignificante.
Quienes así proceden hoy, y quienes les han antecedido en estas prácticas de soberbia delicuencial, violan con alevosía y premeditación – fórmulas sacramentales del viejo derecho penal- normas básicas de una administración pública eficiente y bien ordenada las cuales establecen principios fundamentales para la gestión del gasto público, tales como su orientación a la solución de las necesidades no satisfechas de las comunidades, la planeación de la inversión, la transparencia en su manejo y algo esencial en un sistema que se dice de democrático: la participación de la ciudadanía en las decisiones que le atañen y afectan.
Es hora de que las autoridades respectivas penalicen como delitos y faltas graves el despilfarro de los dineros públicos en obras intrascendentes e innecesarias que le roban recursos a la salud, a la educación, a la infraestructura y a otros rubros vitales que le procuran bienestar y vida digna a los asociados y que, además, los ciudadanos que los eligen no se olviden de sus nombres porque “pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”.

